miércoles, 15 de diciembre de 2010

DESTINOS


Se alejaba. Los ojos adelante,
la mirada hacia atrás, como un incendio
que perdura en las brasas;
el rostro entre los vidrios, transparente,
por el que cruzan árboles desnudos,
igual que una tristeza, tan veloz…

Iba en el tren leyendo su poema.
Hablaba de desiertos muy lejanos,
hablaba de distancias que volvían
de nuevo a la epidermis,
con recuerdos que nunca se olvidaron.
Hablaba de las horas sin final
que viajan por los trenes del cansancio.
Las palabras morían en su boca,
donde ganaron vida y ascendieron
en frenesíes llenos de nostalgia;
lo mismo que se izaron los vencejos
a las copas rosadas de la tarde.

Absorta en los cristales que reflejan
un cielo disfrazado de alegría,
follajes de silencios rumorosos,
cordilleras veladas por un glauco
prendido en el sentir,
escucha que sus labios van diciendo…

El que se marcha para no volver
no forma muchedumbre entre los ruidos,
la calma o la ansiedad,
la espera emocionada y el dolor
que atraviesan la huida;
todas sus posesiones en la mano,
indecisa y oscura.

Con billete de vuelta en su horizonte,
el que se marcha permanece aquí,
es uno más entre la multitud
que puebla los andenes;
no puede ser distinto el que conserva
encendidas las brasas del hogar,
las palmas del adiós en carne viva,
en el aire felices las banderas.

Siempre morará el tren en la memoria
del viajero que todo lo ha perdido:
la fortuna, los años, el amor,
el tiempo de tristezas y alegrías.

Pero aquel que retorna lo convierte
en sonidos, abrazos, muchedumbre,
preguntas que conocen las respuestas.

Cuando las lágrimas surcan el rostro
del que sabe que ya no esperará
los rugidos del tren en la estación,
el dolor derramado es verdadero,
y aquel que lo descubre se retira
y pena su derrota.
Nadie llora las lágrimas del otro,
la sal de la alegría no hace duelo,
y aquel que las descubre las rechaza,
sin preguntar por qué, sin discernir
las razones del triunfo.


Se alejaba. Los ojos hacia atrás,
hacia delante ahora la mirada.
Iba en el tren leyendo su poema.
No hablaba ya de trenes y destinos,
buscaba el esplendor de los ocasos,
las nubes encendidas, la penumbra
que la luz disolvía en sus entrañas.

Iba en el tren viviendo su poema
(hablaba de desiertos…),
y se encontró perdida entre sus bosques.
Ignora por qué dijo el que le hablaba:
“Los ríos solitarios, las veredas
calladas de la infancia, los reciales
que dan voz a las aguas, la espesura
donde mana la sed del ruiseñor”.

Entonces comprendió
que era el mismo lugar al que volvía
una noche tras otra en cada sueño.

La singladura dio por terminada.


Publicado en edición digital, colectiva, como finalista del IV Premio de Poesía “El verso digital”

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